Varios años han pasado, y sigo mirando hacia adentro

En apenas tres años he logrado casi todas mis metas. Publicar dos novelas, mudarme de país, establecerme, conseguir trabajo nuevo, hacer un blog con 365 entradas, viajar, disfrutarme la vida… Oye, y no lo digo por presumir, para nada, totalmente lo contrario. Me come un sentido de culpabilidad, de privilegiado. ¿Por qué yo y no otro? ¿Me lo merezco?

Sí, lo he trabajado. Sí, me he esforzado. Sí, he planificado y ejecutado plan A, B, C, y los que faltan en agenda. Pero nunca podré cuantificar la suerte que he tenido. La de simplemente estar en un lugar en el preciso momento, la de encontrarse a la persona que te ayuda cuando surge el problema, la de tomar una decisión y esperar que sea la correcta. Claro, también he perdido. La vida no es perfecta. Se pierde y se gana. Se sufre y se goza. El balance está ahí, es innegable.

Pero siempre vuelvo a lo mismo cada vez que tengo una racha de felicidad: ¿Estoy bien? ¿Tengo que hacer más? ¿Esto es lo que se supone que haga?

Estoy viviendo como ser humano decente, respetuoso, considerado, tratando de seguir el camino ‘correcto’ para vivir en sociedad junto a mis vecinos. No es suficiente. Siento que tengo que hacer más, desprenderme de todo lo que tengo (a pesar de todo el trabajo que he pasado para adquirirlo), llevar otro estilo de vida.

Las metas personales han traído alegrías, estabilidad, autoestima, reconocimiento, crecimiento, posesiones materiales y seguridad personal. Uno entendería que todo esto es lo necesario para llegar a un sentido de autorrealización positiva y saludable, pero no. Falta.

Pensaba que lo único que pudiese brindarme la máxima satisfacción es el aislamiento total. Retirarme a las afueras, no tenar casi contacto con más humanos, vivir en soledad (tal vez un perro o dos, o animales de granja para hacerme compañía en el rancho), escuchar el silencio constante, estar libre por completo de las responsabilidades sociales que son requisitos de los vínculos humanos, tener control absoluto de mi tiempo y libertad.

Ahora, o mejor dicho, desde hace unos meses, reflexiono que el camino correcto es el de servir al prójimo, al necesitado, proteger al vulnerable, hacer una diferencia en la vida de otros. Olvídate de la condición del mundo, de la economía, de la política, de los mercados. Es causar un cambio directo en la persona que te cruza en la calle.

Sigo poniéndome metas, sigo en el trayecto y planificación para lograrlas. Probablemente, las logré alcanzar, o mínimo, llegue a donde quiera llegar. Pero perdurará este cargo de consciencia de lo que pude haber hecho y nunca hice. Me cuestionaré el porqué. Y sabré la respuesta al instante. Me contestaré que fue la cobardía de abandonar lo que ya conozco y domino, que tal vez soy más egoísta de lo que reconozco,

Mi miedo real, el verdadero horror que permanece abrumando mi existencia, no es la posibilidad de ser un cobarde o un egoísta, es la apatía, la misantropía.

Quién es el verdadero yo: ¿El que lucha contra su consciencia a diario porque sabe que puede hacer más por los otros y no lo hace, o el que crea esta falsa encrucijada moral interna, porque que nunca lo hará, porque no lo necesita para vivir plenamente?

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