Ante mi muerte…
Que celebren porque no sufriré más, no tendré oportunidad para que funja como agente del perjuicio, seré una boca menos para alimentar, una opinión menos a ser escuchada.
Me convertiré en una memoria selectiva dentro de los pensamientos de las personas que me den hospedaje, una comparación injusta frente a los que todavía respiran, una excusa conveniente para justificar cualquier maniobra innecesaria.
No quiero lápida, tampoco entierro lleno de flores, ni parafernalia trivial para cumplir con una tradición anticuada.
La tristeza se la dejan a los que perdieron las esperanzas para vivir, las bendiciones a los enfermos sin cura para sus malestares, la frustraciones que sean utilizadas como grito de guerra contra las injusticias que ya no me perjudican.
Que las lágrimas derramadas se conviertan en acciones para crear un mejor mundo donde los velorios sean eventos de regocijo conmemorando una conexión interpersonal con el difunto, en vez de un consenso melancólico por la separación física de un individuo querido.
Recuérdenme cuando se enamoren, luego en el divorcio, al tomar la quinta copa de vino, en el café de la tarde, en los excesos de alegría y en los castigos desmesurados de la vida.
Si la conciencia es la voz de los muertos, considérame el fantasma de júbilo. Viviré cada vez más a través del recuerdo que deseen fabricar para que encaje con la anécdota de su preferencia cuando me quieran evocar.
He aquí mis últimas palabras.
Levanten sus copas y brinden por encontrarnos de nuevo.
¡Que viva el vino y la buena mesa!
¡Salud!