I
Sintió la caricia fría de la muerte esa mañana en medio del café, sin embargo se preparó para la última batalla venidera. No había Dios por ninguna parte, tampoco pensó en convocarle la plegaria. Él supo al momento que estaba solitario, acompañado solo de sus pensamientos y así decidió quedarse. Todo el afecto de su amada esposa no lo hizo recapacitar en su decisión final. En ese día, la soberbia pudo más que el amor, y se vistió con su antiguo uniforme de militante que llevaba años largos guardado en una caja dentro del armario; pulcro, aunque gastado sus colores, lo miró fijamente antes de vestirlo y recordó todas las ocasiones que fue manchado con la sangre derramada por su causa.
Debajo del traje se encontraba su fiel instrumento, la trompeta con la que anunciaba el grito de guerra en su juventud, y tocaba bellas melodías para olvidar su lucha interminable. En el fondo del cajón estaba su revólver 9mm, que ya estaba cerca de cumplir dos décadas de servicio como acompañante ofensivo del muslo derecho. Ya uniformado por completo, se sentó en la mesa, como cualquier otro día, y solo se escuchaba el silencio de la antelación.
El responsable General percibió lo que estaba por acontecer, no esperaba más ni menos del porvenir.
II
No había vista clara desde la ventana trasera de su hogar, pero la intuición del General percibió la sed de sangre que saturaba la atmósfera esa mañana. Sonaron fuertes golpes en la puerta principal y se escucharon claramente los respiros intensos de una persona que carecía de aire para exclamar. La esposa atendió la puerta de entrada y antes que terminara de abrir, se escuchó una voz que gritó: «¡Vecino, por ahí viene el FBI!» Recuperó el aire después de haber pausado para respirar, y continuó advirtiendo lo sucedido. «Aparecieron en la madrugada y se apropiaron de mi finca sin ningún tipo de aviso. Me ordenaron a abandonar los predios hasta que finalizaran sus asuntos. ¡Por favor, váyanse de aquí! ¡No ignoren mi súplica! ¡Hagan valer este acto de valentía y huyan!» La esposa lucía serena a pesar de la noticia nefasta. Miró a su querido compañero de vida, que se encontraba sentado en la mesa terminando su taza de café puya, y permaneció calmada. A ella le correspondía hacer eco de sus acciones porque entendió que ya la decisión estaba tomada y no había forma de cambiar su fortuna. El general regaló una sonrisa confiada a su amigo leal, casi familia, residente cercano desde hace unos 30 años y la escena se redujo a una simple visita cordial, parecida a cuando un vecino pasa a pedir media taza de azúcar o arroz. El vecino se despidió con una mirada gentil, llena de agua en los ojos y comprendió que no había más nada por hacer, cerró la puerta y se marchó.
III
A unos 200 metros de distancia, detrás de una montañita enana que cosechaba plátanos y guineos, se encontraba un pequeño ejército que llevaba posicionado en la finca del vecino desde que rompió el sol del amanecer. Compuesto de mercenarios pagados con la misma moneda del gobierno que el General quería derrocar, cargaban las armas de fuego, la fuerza destructiva y las intenciones malvadas para combatir un ligero conflicto armado y ganarlo en cuestión de minutos, sin esfuerzo alguno, ni bajas. Equipados de vehículos todo terreno, vestimentas anti-balas, armamentos letales a la escala de un enfrentamiento contra una milicia rebelde y la más avanzada tecnología para lograr una invasión terrenal, los agentes especiales aguardaban impacientes las órdenes que darían comienzo a la ejecución sangrienta. A simple vista, todos los hombres eran idénticos. Convertían en realidad una pesadilla guerrillera que vestía de negro por completo. Cubiertos de pies a cabeza, emulaban máquinas asesinas diseñadas con el único propósito de exterminar.
Cargaban cinturones forrados de aparatos, bolsillos abultados, manoplas reforzadas en los nudillos y una máscara que tapaba todo aquello que los distinguía como humanos, menos la mirada hostil que se filtraba a través de los lentes protectores. Tenían una misión que cumplir y ninguno mostraba señales de apatía o desinterés al recordar la razón de porqué estaban ahí.
IV
El Responsable General, vestido de guerrero, permaneció sentado en el mismo asiento frente a la mesa, mucho después de haber terminado su segunda taza de café. Tenía el revólver en el muslo derecho, y la trompeta encima de la madera, justo al lado de la cerámica vacía que ahora aguardaba en el fondo el residuo de borra y azúcar de lo que sería su última bebida en esta Tierra. Algo había cambiado en ese espacio sereno donde se mantuvo inmóvil por dos horas interminables, a pesar de lucir completamente apaciguado ante su inevitable destino. Ahora quemaba en su interior una inmensa cólera que solo se podía percibir a través de su mirada, invisible ante los ojos de los mortales humanos, pero palpable para cualquier ser que tuviese la habilidad de sentir más allá del plano físico.
Recordaba todos sus camaradas militantes que perdieron su vida luchando contra el monstruo que estaba a unos minutos de distancia, las veces que pensó abandonar la causa y retirarse ileso del campo de batalla, y en su amada esposa, que a pesar de las circunstancias catastróficas, siempre estuvo a su lado y nunca dudó de las decisiones tomadas. Entre medio de esta tormenta de emociones y memorias, el General encontró un sentido de paz que no había sentido desde que era joven. Era saber exactamente lo que tenía que hacer, y no tener duda alguna de lo próximo que estaba por suceder. Se escuchó una carcajada imprevista llena de ansiedad, miedo, sarcasmo, furia… Se dio cuenta que enviaron una tropa militar, completamente equipada, para liquidar a un solo anciano de 72 años. ¡Qué vengan por mí! Dijo con la mayor elocuencia posible. Usaron el altavoz para anunciar su llegada y perforar la atmósfera de incertidumbre que dominaba la escena: «Filiberto Ojeda Ríos, ¿usted es el único en la habitación?» El silencio reinó por unos segundos, un estallido súbito derribó la puerta y lo dejó deslumbrado. En un instante había volcado la mesa, sacado su arma de la baqueta, y deslizado unos pies para refugiarse detrás de la pared de la cocina. Comenzó la escena violenta.
V
Sonaron los disparos de las metralletas sin distinción alguna entre piso, techo, madera y losa. Los plomos rebotaban contra la pared, los casquillos caían a las losetas y los gritos de su amada mujer se escuchaban claramente hasta el área exterior de la casa. El General la ordenó a que se tirara al piso, y así mismo ejecutó la acción. Un grupo de veinte mercenarios gubernamentales abaleaban sin piedad todo rincón dentro de la casa, emulando un diluvio de mayo, pero con amuniciones de demolición. Más que una simple orden de arresto o un asesinato colectivo a sangre fría, el objetivo principal del operativo no era conectar un disparo contra el ‘terrorista’, sino demostrar la desigualdad en fuerzas de destrucción y dejarle saber a Filiberto que el FBI tenía el poder absoluto para decidir quién vive o muere frente a ellos. El Responsable General solo poseía un revólver 9mm con balas cargadas de un sentido de justicia radical para defenderse contra veintitantos rifles M4 en las manos de hombres insensibles con una sed de sangre desmesurada y aires de superioridad saturados con abuso. Filiberto continuó disparando protegido detrás de la misma pared donde comenzó la escena despiadada. Con un ojo se defendía de la hostilidad de sus enemigos enmascarados y con el otro trataba de brindarle tranquilidad y protección a su esposa, que se mantuvo estática en el piso durante los actos de violencia programada.
Entre medio de todo el estruendo, sobresalió un clamor que detuvo toda actividad dentro de la habitación. ¡Paren! Gritó el General. Abandonó la pared que lo escudaba de ser perforado por los proyectiles, ahora parecía un muro destruido repleto de boquetes, puso su revólver en el suelo y levantó las manos vacías sin nada que ofrecer, más que su vida misma.
VI
Los soldados no bajaron sus armas, siguieron apuntando con el dedo en el gatillo a pesar de tener un hombre desarmado y rendido frente a ellos. Muchos estaban defraudados porque el conflicto terminó en menos de 3 minutos de acuerdo a las manecillas del reloj, otros sorprendidos porque el gran General se entregó a pesar de todo lo que ellos habían escuchando, “que era un hombre a temer”, “asesino machetero”, “animal salvaje y bruto”; y algunos todavía tenían las esperanzas de que todo sea una trampa tendida por el General, y saciarían su apetito de destrucción en el momento que él reaccione violentamente.
Ninguno sintió alivio por haber terminado el enfrentamiento sin extinguir alguna existencia humana. Filiberto se rindió porque no pudo seguir escuchando los gritos horrendos de su esposa que suplicaban ayuda. Decidió suspender la violencia excesiva a pesar de sus convicciones de vida que lo llevaron a ese preciso momento final. “¡Paren! No más. Estoy agotado, no quiero seguir” dijo el General mientras se puso a la merced del grupo de mercenarios, dando media vuelta y terminando de espalda a ellos sin ningún tipo de protección, completamente al descubierto. “Tengo dos condiciones que tienen que cumplir.
La primera es que se lleven a mi esposa y la mantengan alejada de cualquier peligro. Ella no forma parte de esta lucha. La segunda es que busquen al reportero, Jesús Dávila, para que sea testigo y cronista de mi historia. Con él y únicamente con él, gestionaré mi entrega pacífica y renunciaré a la militancia.” Los federales aceptaron sus peticiones sin titubeo alguno, se llevaron gentilmente a la esposa tomada de la mano y la atendieron en el cuarto final de la casa, verificando si tuvo alguna herida y tratando de calmarla por completo. En una cama rodeada de agentes federales, ella recolecto su tranquilidad y apaciguó sus nervios. Mientras que Filiberto, todavía en la sala, pegado a la pared de la cocina, desarmado y con soldados apuntando sus rifles esperando la mínima provocación para tirotear, brindó las instrucciones imprescindibles para que trajeran a su amigo periodista.
VII
El suelo de la casa parecía una piscina de casquillos, se podía caminar entre ellos sintiendo el exceso de azófar debajo de los pies. Las paredes terminaron destruidas, renovadas para que parezcan una zona de guerra. El olor a pólvora tenía una presencia propia que ocupaba un espacio en la casa, como lo haría un mueble o ser humano. La tensión que había en la atmósfera era tan visible y palpable como los gabinetes de la sala, que ahora estaban llenos de boquetes.
Afortunadamente, la muerte se alejó sin haber reclamado un alma. Varios agentes permanecieron con la esposa en el cuarto, fuera de cualquier peligro, en lo que pudo calmar su nerviosismo. Mientras que Filiberto se mantuvo en la parte más lejana de la sala, mirando fijamente a los agentes que todavía tenían sus armas alzadas y listas para ser disparadas.
El Responsable General hirió a tres soldados en medio del tiroteo, nada grave, pero sí manchados de rojo con poco dolor que tuvieron que salir a ser atendidos por el auxiliar que se encontraba afuera de la propiedad. Sin embargo, bajo una ráfaga de cientos de disparos, él salió completamente ileso.
Recuperó su compostura y se acercó lentamente a la mesa donde comenzó todo. Vestido de militar, con su fiel trompeta y su 9mm de casi dos décadas de servicio, ahora tenía dos proyectiles menos en su arma. Se sentó de nuevo sin perder la vista de los agentes que lo velaban con intensiones de matar. En medio del silencio que estaba cargado de angustia, se escuchó una voz a través de los transmisores que llevaban los soldados: “Retírense del hogar. Esto es una orden. Repito, no debe haber presencia militar dentro de la vivienda.
Solo los agentes enfermeros que ahora salen de la casa con la esposa”. Los agentes se miraron entre ellos, no hablaron ni murmuraron, pero la confusión era evidente en sus miradas. No esperaron más de 3 segundos después de escuchar a su superior y se marcharon al exterior. Filiberto ahora quedó sentado, solo en su hogar desbaratado, pensando qué pudo haber sucedido. No bajó su guardia, pero sí sintió un leve regocijo al ver que cerraron la puerta y había esquivado el peligro inminente.
VIII
Pasaron horas y el Responsable General continuó sentado en la misma mesa donde tomó su última taza de café, con las manos una encima de la otra y una postura firme con la espalda pegada al asiento. Tocó su fiel trompeta con una caricia delicada, como si fuera la piel de su amada en la mañana. Luego quitó el revólver de su muslo derecho y lo puso en la mesa, accesible pero a la misma vez, alejado de su ser inmediato. Se dedicó a depurar sus pensamientos en lo que aguardaba con ansias su incondicional reportero de la verdad.
Se encontraba tranquilo, celebrando la pequeña victoria moral de haber herido a tres de los rufianes que violaron la privacidad de su hogar. Pensó en voz alta: “Hay dos que nunca olvidarán mi nombre. Si me he de entregar sin dar la batalla final, haré saber mi historia para que se escuche en todas las Américas. Es una cuestión de tiempo, ya no queda más.” Caminó al otro lado de su sala, abrió una gaveta y sacó un libreta que parecía llevar años almacenada, pero nunca olvidada. Agarró un lapicero que encontró a pasos de la libreta y se volvió a sentar, esta vez, con un propósito de organizar sus ideas y adelantar lo más posible su futuro relato.
En medio de su reflexión in crescendo, Filiberto Ojeda gritó adolorido al sentir dos sensaciones frías y agudas en su pecho. Las punzadas pasaron de congeladas a cálidas, con escalofríos que acapararon todo su cuerpo y lo estremecieron por completo. Sin previo aviso de peligro, su carne había sido perforada y la sangre ya pintaba toda el área delantera de su uniforme militar. Giró su cabeza y vio a través de la ventana a un hombre desconocido. A pesar que todos estaban enmascarados cuando entraron a tirotear su hogar, El General percibió que era alguien diferente, ajeno al grupo que atentó contra él. Era un extraño enviado para cumplir una misión, y tuvo éxito.
IX
Filiberto cayó al piso sin ningún tipo de resplandor o respeto digno de su imponente figura. Veía claramente el charco de sangre que lo rodeaba. Trataba de respirar, pero sus intentos eran paralizados por el dolor súbito de su pecho. Entendió en ese momento que lo más probable tenía uno de sus pulmones perforados. No podía moverse, no podía gritar, apenas completaba un respiro. Sus fuerzas no daban para arrastrarse y pedir ayuda.
“Este es mi final. Después de todo lo que he luchado, moriré desangrado como un cerdo en mi propio hogar. Vencido a manos de un gallina yanki que no tuvo el honor de hacer su mandado de frente, mirando al hombre a quien fue enviado a asesinar. Cobardes todos, putos americanos de mierda.”
Utilizó sus últimas energías para extender su brazo y alcanzó su revólver. Lo tocó, pero fue obviado por completo. Buscó en lo más profundo de su ser para encontrar más fuerzas y agarrar su fiel trompeta. Puso la boquilla en sus labios y dio el último soplo de vida en su más preciado instrumento.
Filiberto Ojeda Ríos permaneció 6 horas en el piso de la cocina bañado en su propia sangre, sufriendo una muerte prolongada en dónde hizo las paces con todo lo que estaba inconcluso en su vida. Nunca pidió ayuda, ni se arrastró en un intento fútil para salvarse. Su cadáver fue descubierto cuando los oficiales de afuera se percataron del bache de sangre que se filtró por debajo de la puerta principal y tiñó de rojo oscuro las escaleras de afuera.
Por medio del altavoz se escucharon las palabras del comandante en la escena:
“Ha muerto el machetero mayor”