Pasajero en Sueño Lúcido – (Historia completa de 2 partes)

En esos momentos no tenía ni un solo pensamiento claro en mi cabeza. Andaba abrumado por completo debido a la repentina barajada que la vida me había repartido. Vivía en incertidumbre del futuro cercano. Decidí abandonar la noción de control y simplemente seguir el carril hasta donde me llevara. Apenas conversaba con las personas que me rodeaban, corté todo vínculo social innecesario. Cumplía solo el mínimo de cortesía para no ser llamado un grosero. Tampoco hacía contacto visual con nadie porque preferí ser el dueño de todo mi persona, incluso hasta de las miradas que dicen juzgar sin intención. Iba sin rumbo preciso por el camino de la existencia. No como un barco a la deriva que permanece a la merced de la marea y el viento, sino más como una flecha saliendo del arco a toda fuerza y velocidad, pero todavía sin encontrar un blanco concreto para culminar con su trayecto.

Era un eterno viajero de trenes, de ciudad en ciudad, de país a país, cruzando fronteras hasta que me prohibieran seguir entrando y saliendo. Las ventanas proyectaban la única película que me hacía sentido en ese entonces. Horizontes a máxima velocidad que se incorporaban el uno con el otro para crear un rollo singular constante. Algunas veces lentos, forrados de paisajes detallados; otras veces rápidos y difuminados, perdidos en el vacío de la noche. Me calmaba la falta de control sobre mi panorama. El viaje largo impulsaba el motor de mis memorias. Cada kilómetro añadía más significado al pasado, y por ende, al porvenir por descifrar.

Más allá de la poesía y romantización de un peregrinaje en rieles clavados al suelo y cajas aceleradas de metal deslizándose por vías, no contaba con la plata suficiente para viajar en avión. A falta de ser un pájaro, si quería recorrer largas distancias en poco tiempo, la única opinión era transporte colectivo. Mi falta de recursos para ese tiempo escribió esta remembranza. Y no tengo ni un solo arrepentimiento. Todo lo contrario, me considero afortunado por haber sufrido el malestar de la insuficiencia.

Permanecía inmóvil por periodos largos. Encorvado en el asiento, recostado del vidrio; a veces helado como la puerta del congelador, otras veces cálido como una lupa bajo el sol. Mi concentración fijada en una vista que no conocía y tampoco recordaría con el paso de los días. Era un espectador constante que no registraba ninguna memoria nueva. Me refugiaba en el hecho de que una imagen se convertiría en otra, siempre, porque el panorama no podía terminarse. En el peor de los casos, llegaría hasta el mar y daría la vuelta por donde mismo vine.

Recordar mi vida pasada en modo de piloto automático era la actividad predilecta a diario. Olvidarme del mañana y simplemente ser conducido sin esfuerzo alguno más allá de acomodarme en mi butaca. Hasta aquel día…

Miraba otra de mis películas a través del cristal. Se mezclaban los verdes de las montañas con los pastizales amarillos en una sola idea teñida en lima. Pensaba en lo largo que son los colores y como sus excesos deben ser reservados para los grandes regalos de la naturaleza: azul cielo, verde monte, rojo sangre… Nada debe durar tanto vestido de lima, se pierde la belleza de su simpleza para convertirse en ‘otra área verde más’. Secuestrado, sin poder romper el trance por la vagancia de no cambiar a la pantalla al otro lado del tren, sentí una presencia que apagó mi proyector. Nunca tuve claro si fue un olor en específico, definitivamente no fue la vista, miraba hacia le ventana. Tampoco escuché absolutamente nada, apareció del aire sin aviso alguno. Así, engendrada como reacción química con los elementos necesarios dentro de una probeta. Transitaba por interminables estaciones que con cada parada me insensibilizaba cada vez más. Aquel día, sentí.

Rompí con el aborrecimiento que adormecía mi vida. Desperté del eterno filme que me tenía raptado desde que decidí abandonar la normalidad y no volver a tocar otro suelo que no sea carruaje. Giré y una luz deslumbrante me obligó a ajustar el enfoque.

El primer detalle que vi, tan claro como mi primera memoria de niño, la melena cobriza.

Segundo detalle, olor a café rostizado.

Tercer detalle, ojos negros luminosos.

Era el ser viviente más hermoso que había presenciado en mi realidad o la personificación de un eclipse solar terrenal a seis pies de distancia. Si fuera creyente, diría que recibí el bautizó que me hizo renacer para evidenciar la grandeza de Dios. Pero al ser un simplón tarado, quedé helado con la boca abierta sin poder reaccionar. Un segundo tomó aquel instante que permanecería contemplando por el resto de mis vidas.

“Hola” dijo una voz lejana.

“¿Todo bien?” dijo un eclipse solar que me cegaba y ahora estaba tan cerca que podía sentir su calor.

“Mis disculpas. Pensaba que estaba despierto,” dijo un celaje amelenado antes de marcharse y paso por paso se alejó hasta desaparecer detrás de una puerta corrediza.

El paisaje se había convertido totalmente azul y despejado. No más verde. Un cuerpo de agua reflejaba el cielo más azul que he visto. Tampoco fue un deja vu, la familiaridad del horizonte no se comparaba a la aparición repentina de un rayo de luz. Despierto, pero soñando mi realidad…Un sueño lúcido, totalmente consciente y en plena claridad del día.

Volví a adquirir algún sentido de lucidez ya cuando me había levantado y comenzado a cruzar el vagón. Ni pensé, fue instintivo. Recorrí el pasillo inmediatamente hasta llegar a la puerta divisoria y la abrí demasiado fuerte. La multitud de personas viajando levantaron su vista al escuchar el estrallón de la puerta. Yo obvié todas las miradas que me tildaban de loco y miraba hacia cada lado, tratando de localizar la única memoria que grabé de mi breve sueño diurno. Rápidamente, atravesé el segundo vagón. Las miradas giraron para perseguir mi trayecto. Al abrir la puerta para entrar al próximo carruaje, me detuvo un asistente poniendo su mano en mi pecho, parado en el mismo medio de la conexión, impidiendo que pudiera pasar hacia adelante.

— Permiso, caballero. Permítame su boleto, por favor.

Bailábamos mientras buscaba la forma de ver por encima de su hombro, pero una cortina tapaba la parte superior de la entrada en el pasillo y apenas se veía hacia adentro. Solo uno que otra pierna con zapatos puestos. De nada me servía.

— Si no tiene el comprobante para entrar a primera clase. Sugiero que por favor se devuelva al asiento que le corresponde. Evitemos que llame a seguridad.”

Agarró el teléfono colgado en la pared de al lado, a la altura del cuello, validando así su amenaza. No tuve más remedio que devolverme hacia mi asiento de nuevo, vencido. Pensé tratar de rebosarlo a la fuerza, pero definitivamente me echarían del tren y acabaría mi película de viajero en la siguiente estación. Sin plata suficiente para embarcar de nuevo en otra ruta. Acepté la derrota y me consolé diciendo que al menos tuve la experiencia de presenciar una belleza que despertó mi ser. Aunque haya sido momentáneamente, me sentí vivo, determinado. Llegué a trazar un rumbo claro hacia mi próximo destino con objetivo definido, solo para perderlo todos sin haber zarpado. Volveré a la programación regular frente al cristal. Con un poco de suerte, me quedaré dormido viendo otro filme de colores y al despertar, se me habría olvidado este sueño.

Luego del encuentro prohibido con el empleado del tren, no hice más que rotar en dirección de vuelta a mi vagón y sentí un golpe fuerte en mi pecho, seguido por el sonido de algo cayendo al piso.

“¡Pero qué cara— !” grité instantáneamente como primera reacción. Miré hacia el suelo y allí estaba. La misma luz de estrella fugaz que avivó mi ser hace unos momentos, ahora la tengo de frente como una piedra preciosa incrustada en la superficie, brillando por encima de los otros elementos a su alrededor.

“Mil disculpas, no la vi. Simplemente apareciste frente a mí” dije extendiendo mi mano para ayudarla a levantarse. Ella se agarró del tubo en la butaca para levantarse por su cuenta, negándome el contacto que confirmaría de nuevo su existencia terrenal.

Vestía con una camisa blanca manga larga de botones, una falda gruesa gris y las calcetas negras que tapaban sus piernas. Con razón solo me reconocí su cara y melena, era lo único que tenía para ver en ese santiamén que duró mi sueño diurno.

— Fue culpa mía. Salí del lavabo a prisa y sin mirar. Hey… Eres tú.

Dijo aquella figura mítica que ahora puedo evidenciar que camina entre mortales y tiene un cuerpo de carne y hueso, al igual que yo.

“Sí, soy yo. Ahorita me sorprendiste. (Respondí con la voz flaqueando y mis ojos enfocados en todas partes menos su cara.) Estaba mirando fijamente hacia la ventana. Suelo hacer eso y se me olvida prestar atención a mi alrededor. Quería disculparme personalmente para que no pensarás que te había ignorado o que soy un grosero.”

— Para nada, jajaja (exclamó sonriendo).

Cometí el error de verla directamente mientras sonreía y de nuevo volví al trance de sus dos bombillos radiantes que desfiguraban mi perspectiva, solo para terminar enfocándome de nuevo en esa cabellera cobriza y perderme entre sus mechones ondulados.

— Permiso, están bloqueando el pasillo. Necesito que despejen el área y regresen a sus asientos.

El empleado que momentáneamente me había negado la posibilidad de haber encontrado mi figura soñada al prohibirme el paso al próximo vagón, ahora me salvó con su interrupción, evitando me marchara a mi mundo de fantasía en donde sentiría el mayor de las alegrías al imaginarme el olor del castaño-rojizo y la sensación de esa piel ocultada debajo de una vestimenta tan juvenil para lo que percibí que sería un alma vieja.

— Sí sí, caballero… (ella señaló con desdén al empleado).

Se fijó en mí y dijo:

— Siéntate conmigo. Estoy en el coche próximo, vamos…

“Sí”.

Eso fue lo único que pude decir. Un sí, seco, sin ganas, desinteresado. Como si me pesara su invitación a compartir con ella. Tonto es poco, pero al ver que casi llegábamos a su butaca, ni me molesté en hablar de más. Va y terminaba empeorando con mi explicación.

Antes de sentarse, verificó que su maleta todavía estuviera en el compartimiento superior.

— Salí fuera de mi asiento por un rato. Uno nunca sabe si los vecinos tienen malos hábitos. Pero estamos bien.

Sonrió, y yo embelesado, intentando no regresar a mis ensueños matutinos cada vez que su mirada acierta con la mía.

— Me di cuenta del libro que tienes en tu mano y quería preguntarte qué piensas de él. Si es que ya lo terminaste de leer. No muchas personas están interesadas en historias deprimentes de amor.

Todavía maravillado por la racha de sucesos repentinos que favorecieron mi fortuna, me percaté que, a todas estás, efectivamente cargaba con un libro. Lo miré como si fuese la primera vez; sin saber cómo había llegado a mi mano. Recordé que lo había dejado en mi falda hace horas atrás. Leí uno que otro párrafo durante unas escenas color lima, pero perdí interés y preferí aburrirme con el panorama. Me habré quedado dormido.

“No lo he terminado, pero me han dicho que es muy bueno. Solo que tienes que acostumbrarte al estilo el autor. Un amigo de años me lo obsequió porque dijo que está escrito en un tono muy parecido a como yo pienso.”

Recordé exactamente dónde me había quedado leyendo. Había comenzado, pero solo había llegado hasta la página 30-tanta. Odio las descripciones de ciudades en medio de la prosa. Espero que no me siga preguntando más del libro.

— Yo voy por mi tercera leída. Se ha convertido en unos de mis favoritos. Te recomiendo que lo termines a ver si te sucede lo mismo. El final vale la pena. Verás como… ¡Ay, válgame! Me disculpó, nunca me presenté. Mi nombre es Yelena, como la de Troya. (Extendió su mano para formalizar la cortesía y hubo una breva pausa en la que ambos se miraron a los ojos. Todavía con su mano extendida, se rió; aunque un poco sonrojada). Tengo que dejar de decir lo mismo siempre. Necesito un nuevo chiste para presentarme.

Me perdí en la infinidad de instantes que hubo entre el silencio efímero de la pausa con su mirada que me dejó paralizado a solo pulgadas de ella. Su sonrisa me volvió a aterrizar en la realidad. Poco a poco aceptaba que se trataba de una persona existiendo en mi mismo plano terrenal, y no un espejismo o ilusión creado por el aburrimiento de estar días mirando películas de colores en el horizonte. ¿Será esto un efecto secundario de estar horas mirando el horizonte por la ventana a alta velocidad? Yo no era así antes.

“Soy Rodrigo, como en El Mío Cid”, contesté rápidamente mientras le agarré la mano. Al tocarla pude confirmar que se trataba de una persona como cualquier otra, de las cientos que he conocido antes de montarme en un tren sin destino. Fue un saludo ligero. De mi parte, ni apreté la mano. ¿Qué pensará de un hombre que brinda una mano sin firmeza para sellar el ritual del saludo tradicional?

Por suerte, ambos terminamos sonriendo, pero esta vez, sin mostrar algún tipo de rubor. Todo estaba bien. Pude respirar más tranquilo.

— ¡JA! Me gusta… Ese está casi mejor que el mío. ¿Cuánto tiempo llevas utilizándolo?

“Fue lo primero que me vino a la mente cuando dijiste Troya. No sé ni por qué.”

— Vale, te voy creer, Rodrigo Cid. Espérate un momento. (Se recogió la manga larga para ver la hora en su reloj). Déjame ir preparándome.

“¿Cómo fue?

Antes de tan siquiera poder concebir el hecho de haberla tenido cerca por solo minuto y medio, cuando ya me empezaba a sentir cómodo en su presencia, sonó por el altavoz:

Atención. Próxima parada: Pialina. Favor de ir recogiendo sus pertenencias. En unos momentos llegaremos a la estación.

— Esta es mi parada… Dame un permisito, Rodrigo Cid. Tengo que ir agarrando mi maleta.

Me levanté de la silla para dejarla salir. Permanecí parado a su lado, distraído; mirando hacia la ventana. Ya veía el gris del concreto asomándose a la estación. Los colores de la ciudad acaparaban el verdor del paisaje. Hasta olvidé la cortesía básica de ayudarla a alcanzar su bulto en el compartimiento superior. Yelena agarró su maleta por sí sola y no volvió a sentarse. Decidió quedarse parada en lo que llegaban a la estación.

— Gracias al regalo de tu amigo, nos conocimos. Ahora viene tu recompensa; te cedo mi asiento. (Mostrándole el espacio vacío). Este tiene mucho mejor vista que dónde estabas antes. Puedes volver a coger tu siesta mirando hacia la ventana, como antes de que te levantará. Qué grosera fui… Me disculpo de nuevo por el atrevimiento.

Me salieron las única palabras que pude engendrar:

“No, quédate.”

Se escuchó por el altoparlante: Estación: Pialina. Seguido por el chillido de los frenos y el paso lento del tren por encima de los rieles. A través de los cristales ya no veía panoramas paisajísticos o las películas de colores que poco a poco me hastiaban. Sino, una serie personas despidiéndose de los suyos en el exterior, esperando a montarse con maletas, bultos y chaquetas a la mano.

Nos miramos fijamente sin decir nada. Yo seguía parado con una mano sujetando el tubo de la butaca. Ella tenía su bulto abrazado al pecho y con la otra mano, agarraba manecilla que guindaba del techo. Un vacío acaparó la escena, creando una burbuja donde solo la podía ver a ella. El resto de mis alrededores se difuminaban. Me pregunté si ya no la vería más nunca en mi vida. Si su memoria se redujera a un simple nombre famoso de la mitología griega. Si esta conexión etérea fue mía nada más o si ella pudo sentirla de igual forma entre mortales pisando el mismo suelo.

El tren pegó el último frenazo antes de detenerse por completo. Uno que nos tomó desprevenidos a ambos, pero fue lo suficiente fuerte para hacerla perder el balance y que chocara con mi pecho. Esta vez, la agarré entre mis brazos, no cayó al piso.

— Uyy, que brusco este chofer. Bueno… Esta es mi parada. Mucho gusto y ¡buen viaje!

Dijo mientras salía de mis brazos y las puertas del tren se abrieron.

“¡Espera!” (Grité en un tono que los pasajeros en el vagón me volvieron a observar y los que estaban a punto de abordar también se fijaron en mi.) Esta es mi parada también. Déjame buscar mi maleta.”

Salí corriendo a buscar mi bulto en el vagón donde originalmente estaba, chocando con las personas tratando de acomodarse en sus asientos y moviéndolas hacia el lado para aligerar el paso.

“Disculpas…Voy… Permiso por aquí… Un momento por favor…”

Llegué hasta mi silla para agarrar la única pertenencia que cargaba en este viaje de tren interminable.

Cerrando puertas, favor de alejarse, se escuchó por la bocina principal.

“NOOOOOOOOOO” vociferé sin ningún tipo de cuidado. Todas las personas en el vagón me pegaron la ojeada de nuevo. Ya ni me importaba.

De repente, un brazo solitario con un bulto trancó una de las puertas, causando que el mecanismo de seguridad se activara y todas volvieran a abrir.

Escuché desde lejos:

— Bájate, Cid. Te espero afuera.

Fui salvado.

Me bajé del tren en tres saltos. Afuera me recibió la serafina llamada Yelena. Pero ahora palpable y con un aura fácil de mirar. Ya su luz no ciega, sino que despierta y magnetiza a los mortales adormilados como yo.

“Te prometo que leeré el libro completo en la primera oportunidad que tenga, solo para luego discutirlo contigo.”

(Ella volvió a sonreír, de nuevo mostrando un poco de rubor).

— ¿Qué tal si primero un café? A varias cuadras hay uno histórico que lleva como 100 años en el poblado. Espero que te gusten los postres. Vamos…

Caminamos lado a lado por las calles de Pialina. Cada uno con el bulto cargado a la espalda, dejando nuestras dos manos libres. Intercambiando contacto amigables durante el camino. Yelena conocía bastante la ciudad. Me dijo que se crió de toda la vida aquí, pero había salido a cursar estudios graduados hace dos años y es su primera visita desde que se matriculó.

Parte 2

Cada palabra que conversábamos, revelaba los detalles más íntimos que escondíamos.

Cada paso que caminábamos, nos acercaba más sin tocarnos.

Cada minuto que compartíamos, se sentía como años prestados de las otras vidas dónde ya nos habíamos conocíamos.

Despedimos la luz del día andando por adoquines y puertas en la antigua ciudad que nos presentó la intimidad.

Presenciamos el brillo de la luna llena acariciándonos los labios en el banquillo de la plaza principal.

Declaramos nuestro compromiso apasionado sintiéndonos cuerpo con cuerpo hasta que nos visitó la aurora en una hospedería sin nombre. Tenía todo lo que nunca había buscado…

Terminábamos los temas de conversación con un beso, empezábamos otro con una caricia.

Hablamos de lo corta que es la vida cuando se tienen momentos como estos, de lo duro que pega el amor cuando te coge desprevenido, de como las palabras adquieren más belleza cuando las dice ese ser humano llega al alma, de las estaciones del año que eliminaríamos y repetiríamos su tuviéramos control sobre la tierra… Entre besos y caricias recorrimos por las pequeñas calles y callejones de Pialina, un poblado como ningún otro que he visitado. A pesar de no ser tan grande, te invitaba a explorarlo una y otra vez. Aunque conocieras todas sus esquinas, siempre aparecía algún negocito que pasaste por alto alguna vez. Conservaba este encanto antiguo, no… Es más una especie de magia que solo se encontraba en lugares que todavía no habían sido arruinados por la modernización agobiante. Las personas caminaban alegres sin preocupación alguna. Se alegraban de ver dos enamorados por sus aceras. De haber conocido este pueblo antes, mi vida hubiese sido diferente. 

Llegamos hasta un parque que encontramos mientras merodeábamos sin rumbo alguno. Estaba perfectamente ubicado a tres cuadras de donde vimos unos piscolabis. Así que aprovechamos el clima templado para hacer un picnic en la tarde con una canasta llena de charcutería y vino que recogimos en el bistro. Ahí permanecimos horas recostados en la grama, el uno sobre el otro, conociendo los pequeños detalles que definen a una persona hasta que llegó la noche. De vuelta a entregar la canasta que nos prestamos en el negocio de los chorizos y quesos, nos cautivó un olor a café sin igual. Preguntamos a uno de los señores que estaba en la calle dándose un cigarro por sí solo, y nos explicó que pertenecía a la misma familia desde hace más de 100 años. Primero vendían el café en grano, tostado ahí mismo en lo que antes era su hogar. Luego decidieron servirlo para que lo probaran antes de comprarlo. Terminaron abrieron su casa y poniéndole mesitas para que la gente viniera a tomar café, convirtiéndose por fin en lo que conocemos hoy en día como Café Dominico. Yelena pidió un espresso doble, yo un americano; mi paladar no es para nada tan refinado como el de ella, eso confirmé al escoger los quesos del picnic. Nos tomamos nuestros cafés bajo las estrellas, en el patiesito del local, repleto de matas y un tipo de abandono que le daba un toque rústico. Apenas hablamos esta vez, nos bastó con contemplarnos mientras agarrábamos el café con las dos manos.

Lo que comenzó como un intercambio trivial y pasajero en un tren, mientras andaba tambaleando entre vagones y estaciones, se extendió a una conversación fortuita entre dos extraños y terminó convirtiéndose en un suceso que marcaría el resto de mi vida.

Antes no podía ni mirarla a los ojos, pero ahora puedo perderme en la esencia de su alma reflejada en las dos tantalitas circulares que tiene por pupilas. Más que una atracción inesperada o un evento extraordinario, fue la realización de que cada uno encontró en ese tren lo que complementaba nuestro ser. 

El poblado comenzaba dormirse poco a poco, apagando los negocios de acuerdo a la salida de sus últimos clientes. Bastó con solo mirarnos para saber dónde terminaríamos. Durante el día me había comentado que le encantaba despertarse con una vista hacia la ciudad. Más literal no podía haber sido su petición indirecta. Así que decidimos quedarnos en la hospedería antigua de Pialina para despedir la noche juntos entrelazados.

El primer rayo de claridad entró por la ventana de cristal al ser movida por el viento la cortina blanca que cubría desde el techo a la losa. Pude ver cada detalle en la habitación. Sé que era la misma que nos recibió en la noche. Solo que ahora la magia que nos hechizó al llegar se terminó de consumir y el resto de las energías reposaban en la cama donde yacimos.

Ambos entrelazados haciendo uno, despiertos, pero descansando a ojos cerrados con la confianza de reciente que nació en tan poco tiempo. Mi primer reflejo muscular fue reacomodarme para volver a tenerla de frente entre mis brazos. Yelena abrió los ojos y dándole un beso en la nariz le dije:

“Esto se siente como un sueño. Una mera ilusión creada por mi subconsciente. Creo que en cualquier momento me levantaré de nuevo en el tren, viviendo aquel sueño lúcido del cual nunca me despertaste, y ahora no quiero terminar. Prefiero una vida imaginaria contigo, sin noción del tiempo, que enfrentarme de nuevo a una realidad con tu ausencia.”

Ella me devolvió el beso en la frente, fue rápido y hasta cierto punto lo sentí transaccional. Beso por beso, declaración por declaración. Abrió esos ojos negros luminosos que me hacen perder toda concentración y en voz baja, pero firme me respondió:

— Rodrigo, estamos muy lejos de los sueños. Uno siempre se despierta después de las ilusiones soñadas. Así que te regresaré a nuestra realidad. En unas horas estaré montándome en un avión de regreso a mi hogar. Me espera la vida que dejé al otro lado del mar. Una que no puedo abandonar. Te pido que solo recuerdes lo necesario para que sigas con tus días sin caer en la apatía que te encontré; el resto lo olvidas porque no volverá a suceder. Yo me llevaré el recuerdo de haberte encontrado soñando despierto dentro de un tren y luego verte reanimar conmigo. No habrá memoria más bonita.’

Así mismo se levantó y agarró mi camisa que estaba al borde de la cama. Le quedaba grande, tapando hasta su cintura. Se amarró su pelo y sacó de su maleta las primeras piezas de ropa que encontró para seguirlo hasta el baño. Al dejar la puerta semi abierta, pude ver instancias de ella cepillándose los dientes, lavándose la cara y terminándose de vestir. Vi entrar a una persona diferente a la que salió. La Yelena de hoy cambió su semblante a uno más serio, falto del aura que usualmente le rodeaba. Sus ojos dejaron de brillar y al ver su piel cubierta, ya no me inspiraba por saber que tapaba. Había despertado de nuevo en la vida real, la misma que abandoné al montarme en el primer viaje de tren. La vi regresar a su maleta para sacar una libreta pequeña en donde apuntó unas palabras. Arrancó el papel y lo puso en mis manos. Yo permanecía pasmado entre las sábanas, ahora con el destello de luz del sol ampliándose en la habitación.

— En ese papel tienes mi dirección por si algún día logras encontrar lo que sea que andes buscando para darle sentido a tu vida. No regreses incompleto, ni con el impulso de verme para recordar otra noche como esta. Esto no es una promesa para volver a unirnos. Esto es la recompensa por llegar a conocer un lado que no le muestro a nadie. En la primera luz del día me pregunté el porqué decidí acercarme a ti. Cuál fue la motivación para seguir compartiendo contigo hasta este momento. Te veía perdido, casi muerto. Me imaginé lo que fue una vez un gran hombre que ahora andaba por la vida con su espíritu quebrantado porque perdió una batalla imposible de ganar. Creo que esto me atrajo a ti, tu vulnerabilidad palpable. No sé… Sentí que no había un punto más bajo en tu vida y necesitabas una voz que te despertara para que pudieras ver el rayo de luz mostrándote la salida de esa cueva tan oscura que te tenía prisionero. (Me miró directamente a los ojos y regresó su semblante gentil distinguido.) Un poco egoísta de mi parte, pero quise ser yo esa persona y me parece que nuestro encuentro logró su cometido: dejar un recuerdo inolvidable en ti. No puedo pedir más. Se acercó a la cama, me besó; se sintió como la primera vez en la plaza, cuando todavía nos quedaba por descubrirnos. Levantó el mango de su maleta y se marchó. Esta vez, cerrando por completo la puerta al salir. Escuché la maleta retumbando en cada escalón hasta llegar a la recepción, donde fue seguido por el ruido de la campanillas que guindaban sobre la entrada principal, avisando quién entraba o salía. No me levanté de la cama hasta poder aceptar que ese sería el último momento que la vi. El sol ya alumbraba todo el cuarto, calentando por completo donde reposaba.  Hasta olvidé que me había dejado escrito su paradero. De nada me servía, Yelena tenía razón. Buscarla…¿Para qué? Esto fue otra parada en mi largo viaje para encontrar mi destino. Ella fue una estación íntima donde recargué mis sentimientos y vislumbré por una horas como sería mi vida si tuviera todo en orden con un propósito para mantenerme en un carril. ¿De qué me sirve un complemento, si estoy en cambio constante? Todavía me quedan unas horas antes de entregar la habitación. Debería al menos darle uso antes de regresar a la estación de nuevo y se volvió a acostar. Al llegar la hora de abandonar el dormitorio, agarré el bulto y di un último vistazo al panorama para evitar que se me olvidara algo. Efectivamente, había dejado el causante de toda esta aventura en la mesita de noche. Debatí por un instante partir sin él, pero por más que quisiera olvidar este episodio para regresar a mi vida pasada de pasajero perpetuo, la promesa de terminarlo combinada con la memoria que ahora le adjudicaba, no permitió que me escapara sin él. Al cogerlo en mi mano sentí el peso nuevo que me toca cargar. Un ancla emocional que no podré desprender porque forma parte de mi trayecto por navegar para recordarme lo que se puede llegar a tener y perder en un solo puerto.

Varios años después, luego de haber terminado su fase de tratar de buscar sentido en la redundancias de la vida, yendo de tren en tren y ciudad en ciudad siendo un nómada que se enorgullecía por haber cortado todo vínculo emocional con los que le rodeaban; Rodrigo se encontraba organizando sus maletas para mudarse a su nuevo hogar en Ciudad Mayor. 

Había renunciado a los largos viajes sin finalidad, para descubrir el consuelo de una rutina diaria en donde los pequeños placeres como dormir en la misma cama todas las noches, relajarse en la privacidad de su hogar y no tener que cargar más con su vida en una maleta al hombro. Esa época pasado se convirtió en solo un recuerdo distante ‘cuando andaba perdido sin rumbo’. Ahora opta por recorridos cortos, como ir al super, correr por el parque y hacer diligencias caminando alrededor de sus cuadras. Apenas usaba el metro. Aunque no ofrecía las películas de colores, como aquellas que lo aborrecían por horas en el tren, prefirió una vida más estática donde el panorama no desvanecería a alta velocidad mirando a través de un cristal. 

Terminando de recoger los últimos recovecos de su apartamento, encontró un bulto guardado detrás de unas cajas en un pequeño espacio del ático; almacenado con la intención de olvidar. Era una mochila verde de viajes todo estropeada, ya desteñida por el abuso que sufrió durante tantos años siendo tirada en cada esquina y compartimiento. Fue maleta, almohada, calzo, caja fuerte… Nunca se había lavado con jabón, solamente con sudor y lluvia. Estaba listo para botarla junto a toda la basura, pero sintió algo adentro. Al abrirlo y ver lo que era, volvió a sentir en sus manos el peso de las memorias que pensaba haber olvidado. Era su ancla emocional, la misma que lo hizo despertar de un sueño al ser tocado por un rayo de luz andante. 

Nunca lo terminó de leer. No hizo más que regresar a su hogar unos meses después y tirar el dichoso bulto en el mismo clóset donde lo encontró hoy. A su sorpresa, encontró un papel con una nota que leía:

“Cuando quieras, me puedes encontrar en la Academia Central de Forenses. Pregunta por la Profesora Yelavich. Con mucho cariño, Yelena de Troya

Sin pensarlo dos veces, metió la nota en el bolsillo, cogió de nuevo el bulto desgastado y agarró la muda de ropa que se iba a poner luego de culminar la mudanza. 

“Sé cuál es la Academia esa. Puedo llegar hasta en metro. Aunque me tome unas horas.” 

Esta sería la primera vez que Rodrigo tomaría un tren de tan larga duración desde su última parada emocional en Pialina. Optó por sentarse en el último asiento del vagón, el que no tenía ventana, solo una pared para recostarse. Esta vez no le interesaba ver perder su tiempo viendo películas de colores en el horizonte. Tenía un propósito ineludible que si no lo cumplía, no podría volver a su rutina relajada y sin sorpresas en Ciudad Mayor. Pasaron las horas y Rodrigo revivía cada momento de esa noche específica que le cambió su vida. Las memorias seguían repitiéndose en su cabeza sin parar, pensando si tal vez había hecho algo mal que la alejó. El destino no puede ser tan cruel como para habérsela quitado en tan poco tiempo de haberla conocido. 

Se bajó la estación mirando a un solo lado, la puerta de salida. Llegó de un salto, pero se acordó que no sabe dónde quedaba el lugar, así que fue directamente al mostrador de información. 

“Saludos, busco la Academia Central de Forenses. ¿Es lejos?”

— ¿Lejos? No, para nada. A unos 15 minutos diría.

“¿En qué dirección? Creo que puedo llegar en menos si decido aligerar mi paso.”

— Calle Mersale 228. La verás de fren-

“¡Gracias!” (y salió corriendo de nuevo hacia la salida).

Al llegar a la calle, volvió a darse cuenta que no tenía ni idea hacia donde se dirigía, a pesar de saber la dirección exacta. Por suerte, una fila de taxis permanecían a la espera de nuevos clientes. Llamó uno enseguida y se montó. “Academia central, Calle Mersale 228, rápido”. Por suerte, era temprano en la mañana, así que no había mucho tráfico y pudieron ir con más velocidad de lo permitido.  No se hablaron ni una sola palabra durante el viaje de unos minutos acelerados. El taxista paró en la entrada principal de la Academia. Rodrigo vio el taxímetro y como no quería esperar a que le dieran cambio, simplemente dejó el billete completo con una propia de casi el doble de su pasaje.

Eran apenas las 7am. Las compuertas del centro de estudiantes estaban abriéndose y los negocios limpiaban sus mesas, preparándose para servir a los clientes matutinos. Los pasillos de la Academia se encontraban prácticamente vacíos, con la mayoría de alumnos llegando para sus clases que comenzaban entre las 8 y 9 de la mañana. Rodrigo preguntó a las dos o tres únicas personas madrugadas que encontró, que dónde podía encontrar a la profesora Yelavich. Ninguno la reconocía, probablemente porque ni siquiera estaban en su mismo departamento. Sabía lo próximo que tenía que hacer, así que salió corriendo hasta llegar al edificio de la facultad. Este fue fácil de localizar, ya que habían rótulos informativos en el centro de estudiantes. Rodrigo dejó pasar al primer colega que entró por las puertas de la facultad porque era muy joven y nunca pensó que sería un profesor a esa edad. La segunda persona en entrar no reconoció el nombre de Yelevich. Pasaron minutos sin que ningún otro docente llegara al edificio, Rodrigo caminaba en círculos alrededor de la puerta principal. Hasta que por fin se topó con una muchacha joven que detuvo para preguntarle porque no iba a cometer el mismo error dos veces. Para su gran suerte, era una maestra asistente que había colaborado directamente con Yelena. 

— ¿Buscas a la profesora Yelavich?

“Sí, esa misma.”

— Te preguntó: ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella?

“Ah, bueno, precisamente por eso estoy aquí. Tal vez hace unos 3-4 años.”

— Oh, bueno… Cómo te explico. (La chica miró hacía el piso antes de decir sus próximas palabras, regresando con una mirada más triste, pero la misma vez determinada para contarle las noticias). La profesora sufrió un accidente hace unos días atrás. Está viva y estabilizada, solo que no responde. Se encuentra en estado comatoso hace más de una semana. Los doctores dijeron que podría estar así un tiempo indefinido, que se podría levantar mañana o nunca. Que no se sabe, pero nos mantengamos siempre positivos aunque planificando para el momento que nos falte.

 “Pero, ¿estás segura que es la misma? Yelavich, Yelena de Troya…” (Agarró a la chica por los hombros.) ¡Dime que te equivocas!

— Lo siento, señor. Pero hasta la hemos ido a visitar casi todos los días desde que tuvo el accidente.

“¿Dónde está? ¡La quiero ver!

— Centro de Recuperación El Buen Maestro, habitación 204. Solo tienes que registrarte en la recepción. Di que eres de la academia. Ya ni se molestan con nosotros y simplemente nos dejan entrar a solas a verla. 

“Gracias.” Y le dio la espalda, listo para zarpar en dirección a la salida de la academia, pero antes se viró y le preguntó: “¿Dónde queda?”

— Seguro, a cuatro cuadras de aquí. Mira, ¿ves ese edificio verde claro a la derecha la torre? (Señaló al horizonte para ayudarlo a localizar.) Ese es. Puedes llegar caminando desde aquí, no debería tomarte más de 10 minutos, como mucho.

“Gracias chica, y disculpas por mi desesperación. No sé ni cómo sentirme ahora mismo.”

— Ni te preocupes. Suerte. Dile que Cari le manda un saludo. Dale un abrazo de mi parte.

“Así haré.” 

Rodrigo se marchó en dirección al centro de recuperación usando la torre como su norte. Al paso que iba, llegaría en la mitad del tiempo. 

Entró por la puerta como un relámpago, y se dirigió al mostrador principal para registrarse. 

—Buenos día-

«Sí, Profesor Rodrigo del Valle, para visitar a la Profesora Yelavich en el cuarto 204»

—Firmé aquí, por favor. 

Rodrigo firmó un garabato con la hora que confirmó al mirar su reloj.

— Primer pasillo a la derecha, luego una izquierda rápida. Verás la habitación de frente.

«Gracias.»

— Ah, y no se asuste si no ve a su compañero de cuarto por unas horas. Esta vez no se escapó, es que estamos haciéndole unas evaluaciones.

«Bien»

Caminó con un paso más acelerado de lo normal, pero velando no llamar la atención en el centro médico, ya que entró con credenciales falsos y no quería arriesgar su suerte.

Al encontrar la puerta de la habitación semi abierta, entró lentamente. El cuarto estaba oscuro con solamente una luz prendida y varias cortinas divisorias para mayor privacidad.

La vio acostada desde lejos, y se acercaba lentamente con miedo, dudando con cada paso que daba si de verdad sería ella. Llegó hasta su camilla y permaneció postrado mirándola, esperando que ella diera alguna señal de que lo percibió.  Yelena estaba inmóvil, tapada de pies a cuello con una sábana gruesa y cómoda. En su mesita de noche habían unos libros de psicología y un florero con flores a solo días de morir, confirmado que sus colegas y estudiantes sí la habían venido a visitar recientemente.

(Agarrando la mano, Yelena.) 

 «¿Qué he hecho? Yelena… Perdón. Mi orgullo te arrebató la vida. Si tan solo hubiese regresado en cualquiera de los momentos que tu recuerdo se apoderó de mí, estarías a salvo. Esta no es forma de vivir. Con los ojos cerrados el mundo pierde tu luz. Sin poder verte sonreír, yo no jamás volveré a ser feliz. Maldigo el día en que decidí olvidarte al arrojar la mochila en ese armario. La traición a mi corazón terminó hiriéndote. El rencor que guardé todos estos años se manifestó en un accidente atroz. Tal vez no sientas dolor y ya estés en tu paraíso, pero yo estoy pagando el precio más caro: El castigo incalculable de haberme alejado por obstinado, solo para al fin encontrar la humildad que impulsaría la voluntad de encontrarte. 

Te tuve por una sola noche. Y existe un lugar en donde todavía te puedo tener. Ese lugar en donde nuestras almas se encontraron por primera vez y vivimos el sueño más real que hemos tenido. Sí Yelena, todo esto sigue siendo un sueño. El mismo del que me despertaste una vez con tu resplandor mientras yo echaba a perder una vida mirando por la ventana. Te acompañaré de nuevo por todo el poblado, donde sé que me estás esperando para dormir juntos en aquella habitación antigua. 

“Yelena, cuando estoy contigo mis sentidos no diferencian la realidad de los sueños. Eres la última estación en este viaje que llamamos vida. La única conexión íntima que he tenido. Un momento dentro de un momento que jamás se acabará. Eres mi sueño lúcido que no tendrá fin.”

Caminó hasta el otro lado de la cuarto, donde estaba la mesita de noche del paciente que compartía habitación con ella. Cogió un recipiente de pastillas que estaba sin supervisión, y movió el asiento cerca de la camilla para sentarse justo al lado de su cabeza. Abrió el pote y sin mesura alguna, se tragó todas las pastillas, tirándolo vacío en el piso a sus pies. La besó y acarició su pelo una sola vez, como cuando comenzaron a enamorarse caminando por las calles de Pialina. Agarró su mano, y recostándose lo más cerca posible a su cuerpo, cerró los ojos. Despertó viendo una imagen borrosa llena de verde y azul, seguido por una luz deslumbrante que apenas lo dejaba enfocar. En lo que se frotaba los ojos para ver claramente, escuchó una voz bajita que le dijo: 

—Hola, ¿todo bien? Ay, disculpas. Pensaba que estaba despierto. Quería hacerle una pregunta.

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